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Principal > Columnas > Edición del 29 de marzo al 11 de abril de 2004

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Cojean la extradición y la justicia.

Por Jaime Eduardo Prieto Osorio.

En un mundo globalizado como el actual la extradición aparece como una de las más poderosas herramientas para evitar la impunidad y combatir el crimen más allá de las fronteras. Sin embargo, en Colombia opera pero no funciona.
 


Cargamento de cocaína/Agente de la DEA

En Colombia se ha dicho siempre que "la justicia cojea pero llega", pero esta frase —en lugar de servir como elemento esperanzador— sólo sirve para describir el estado de frustración y resignación al que se ven sometidos los colombianos en cuanto tiene que ver con la administración de justicia.

Las sucesivas reformas al sistema judicial no han logrado el fin primordial que, supuestamente, buscaban: una justicia ágil, eficiente y, especialmente, equitativa y justa. La justicia sigue tan politizada como antes o aun más y el clientelismo está a la orden del día en todos los niveles; tanto, que la carrera judicial prácticamente no existe.

Éste es uno de los más importantes factores generadores de violencia en nuestro país, aunque quizá el más silencioso e imperceptible. A lo largo de la historia del mundo podemos encontrar innumerables pruebas de que sin justicia no puede existir paz. Y la principal enemiga de la justicia es la impunidad, que en Colombia es el resultado de la combinación de corrupción, politiquería, incapacidad profesional y falta de recursos.

Es claro que en un mundo globalizado como el actual la extradición aparece como una de las más poderosas herramientas para evitar la impunidad y combatir el crimen más allá de las fronteras. En Colombia podría ser el arma principal para luchar contra el narcotráfico y otros crímenes de lesa humanidad.

Cualquier persona decente entiende y desea que un delito cometido por un colombiano en otro país sea esclarecido, y puede aceptar que aquel país ejerza su derecho a exigir la reparación social del delito y el castigo del delincuente... Claro está, cualquier persona que no esté revestida de un falso nacionalismo, que tenga un razonable interés por la aplicación de justicia y que no se encuentre comprometida en la defensa de los intereses de unos delincuentes por encima de los superiores derechos de la sociedad y la humanidad en general.

Pero la extradición no ha sido el arma que los colombianos de bien esperábamos que fuera en la lucha contra los delitos transnacionales y contra el narcotráfico en particular. Esto se debió, en primera instancia, a que estuvo prohibida durante casi seis años, entre la promulgación de la Constitución de 1991 y la reforma constitucional de finales de 1997. Durante ese periodo primaron los intereses de la delincuencia organizada sobre los de la mayoría de los ciudadanos y el negocio del narcotráfico vivió una de sus épocas doradas, gracias a la intimidación y la infiltración de los cárteles en la Asamblea Constitucional.

En ese tiempo la extradición no operaba; hoy opera pero no funciona. Actualmente, las organizaciones criminales mantienen su poder de intimidación e infiltración en las tres ramas del poder público y los actores ilegales del conflicto armado —guerrillas y autodefensas— tienen una activa y muy rentable participación en la producción y la comercialización de cocaína y heroína.

Las razones fundamentales por las cuales la extradición no ha funcionado como debía han sido las fallas estructurales de las leyes que la han regido y la falta de voluntad y decisión política para modificarlas y aplicarlas bien.

La aplicación que da Colombia a los tratados de extradición sigue siendo —en la práctica— unilateral, inequitativa e inútil, si lo que se pretende es buscar, capturar y condenar a todos los implicados en delitos transnacionales. Unilateral porque, tal como se está llevando a cabo la lucha contra el narcotráfico, el lavado de activos y los demás delitos conexos con esa actividad, los únicos que terminarán siempre en la cárcel serán los colombianos. Inequitativa, porque sólo se ataca la producción y el envío masivo desde el país productor, y no la distribución y la venta al usuario final. E inútil, porque mientras exista el consumo —es decir, la demanda— necesariamente aparecerán quienes la suplan —la oferta—.

A propósito, vale la pena recordar que hace más de quince años, en una de sus más brillantes intervenciones —al instalar uno de los periodos de sesiones de Naciones Unidas—, el entonces presidente Virgilio Barco pronunció una de las frases que mejor han descrito la naturaleza del delito de narcotráfico: "La única ley que no violan los narcotraficantes es la ley de la oferta y la demanda". Y si esa frase conserva hoy su vigencia es porque de poco o nada ha servido toda la lucha de estos años.

Por otra parte, la extradición se utiliza mayoritariamente para responder los requerimientos de autoridades judiciales de Estados Unidos, un país en el cual las leyes y los esfuerzos de las autoridades están orientados a la captura, el enjuiciamiento y la condena de 'un culpable', y no necesariamente de "el culpable" del delito; especialmente cuando se trata de extranjeros y miembros de minorías étnicas, como son los negros y los hispanos. Un país en el cual los resultados de la lucha contra el crimen se miden por la cantidad —y no por la calidad— de los procesos judiciales y las penas resultantes.

De esta manera, la justicia estadounidense se enfrenta hoy a una aberrante realidad: la de ser completamente negociable. Infortunadamente, a partir de la Constitución de 1991 y las leyes que la desarrollaron, la colombiana también.

En Estados Unidos viven hoy libres de toda culpa decenas de narcotraficantes, colombianos y de otros países, que se acogieron al programa de protección de testigos y obtuvieron inmensas rebajas en sus penas de cárcel, a base de delatar, no propiamente a sus jefes o a sus grandes competidores, sino a delincuentes de menor importancia o, en el peor de los casos, por involucrar a personas absolutamente inocentes. Con esto se aseguraron la posibilidad de disfrutar —en el mismo país que los había requerido— sus enormes fortunas mal habidas, sin pagar penas adecuadas y proporcionales al daño que le causaron a esa sociedad.

De igual manera, actualmente en Colombia pagan mayores penas de cárcel las 'mulas' y los ladrones de poca monta que quienes conformaron las más poderosas y tenebrosas organizaciones del crimen en la historia del país y los corruptos responsables de los peores casos de saqueo al erario público; todo esto gracias a la incapacidad de los administradores de justicia y a recursos legales como la disminución de penas por colaboración con la justicia y el acogimiento a la sentencia previa, que no son otra cosa que una vil forma de negociación de las reparaciones a las que toda sociedad tiene derecho.

La semana pasada fue denunciado públicamente por Salud Hernández-Mora, columnista de El Tiempo, el caso de Fermín Ovalle, un respetable médico guajiro, a quien las autoridades colombianas tienen en prisión desde hace ocho meses, en acatamiento de la solicitud de extradición que contra él expidió una corte estadounidense, con base en las acusaciones de un supuesto testigo que 'colaboró' con las autoridades de ese país en la lucha contra el narcotráfico. Tal colaboración se reduce a un incoherente relato de sólo veintitrés renglones en una hoja de papel.

De acuerdo con todos los testimonios recogidos en Villanueva, su tierra natal, y en Valledupar, la ciudad donde ha vivido con su familia, el Dr. Ovalle nunca se ha dedicado a actividades distintas del ejercicio de su profesión y la administración de los negocios de ganadería que les heredó su padre, y ha sido un importante y valioso líder regional, pero la autoridad judicial que lo requiere en Estados Unidos lo califica como un 'reconocido narcotraficante suramericano'. Una autoridad para la cual, seguramente, Suramérica es una selva llena de cultivos de cocaína que empieza en México y es más pequeña que Texas.

Bajo la legislación actual, el Dr. Ovalle deberá esperar en la cárcel de Cómbita el desarrollo del proceso de su extradición, que nadie sabe cuánto puede durar, y en el cual la justicia colombiana —en cabeza de la sala penal de la Corte Suprema— sólo interviene para verificar que él sí es la persona requerida, que no se le va a juzgar dos veces por el mismo delito, que no se le condenará a cadena perpetua, que la 'prueba' que tiene la corte estadounidense es la misma que se requiere en Colombia y que el hecho del que se le acusa es también un delito en nuestro país. Mientras tanto, este 'extraditable' sólo podrá ver -por unos cuantos minutos- a su esposa cada dos semanas y a sus dos pequeñas hijas cada mes.

El gobierno nacional está absolutamente comprometido en la lucha contra todo tipo de delitos, entre ellos el terrorismo, la corrupción y el narcotráfico. Cuenta para ello con el apoyo de la inmensa mayoría de los colombianos. Ha buscado y conseguido ayudas importantes de la comunidad internacional, especialmente de Estados Unidos. Pero para mostrar resultados que comprueben el cumplimiento de sus promesas y compensen la ayuda exterior no puede permitir que se cometan injusticias como la del Dr. Ovalle y otros 'extraditables' inocentes.

No es suficiente con enviarlos a juicio en una corte estadounidense, con la ingenua confianza en que tendrán un proceso justo y que, de ser inocentes, saldrán libres. Ya se sabe de la incapacidad de las autoridades de ese país para reconocer sus errores, la cual es inversamente proporcional a su habilidad para fabricar pruebas que les permitan encubrirlos. En el mejor de los casos, si son encontrados inocentes, ¿quién les devolverá a los acusados las oportunidades y el tiempo perdidos, y con qué les compensarán el dolor que sufrieron ellos y sus familias?

Es indispensable evitar que se siga inculpando a colombianos decentes y honorables en delitos con los que nada tienen que ver, para que ellos no sigan siendo 'bajas razonables' en la 'guerra' contra el narcotráfico.

 
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