Cargamento
de cocaína/Agente
de la DEA
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En Colombia se ha dicho siempre que "la
justicia cojea pero llega", pero esta
frase en lugar de servir como elemento
esperanzador sólo sirve para
describir el estado de frustración
y resignación al que se ven sometidos
los colombianos en cuanto tiene que ver
con la administración de justicia.
Las sucesivas reformas al sistema judicial
no han logrado el fin primordial que, supuestamente,
buscaban: una justicia ágil, eficiente
y, especialmente, equitativa y justa. La
justicia sigue tan politizada como antes
o aun más y el clientelismo está
a la orden del día en todos los niveles;
tanto, que la carrera judicial prácticamente
no existe.
Éste es uno de los más importantes
factores generadores de violencia en nuestro
país, aunque quizá el más
silencioso e imperceptible. A lo largo de
la historia del mundo podemos encontrar
innumerables pruebas de que sin justicia
no puede existir paz. Y la principal enemiga
de la justicia es la impunidad, que en Colombia
es el resultado de la combinación
de corrupción, politiquería,
incapacidad profesional y falta de recursos.
Es claro que en un mundo globalizado como
el actual la extradición aparece
como una de las más poderosas herramientas
para evitar la impunidad y combatir el crimen
más allá de las fronteras.
En Colombia podría ser el arma principal
para luchar contra el narcotráfico
y otros crímenes de lesa humanidad.
Cualquier persona decente entiende y desea
que un delito cometido por un colombiano
en otro país sea esclarecido, y puede
aceptar que aquel país ejerza su
derecho a exigir la reparación social
del delito y el castigo del delincuente...
Claro está, cualquier persona que
no esté revestida de un falso nacionalismo,
que tenga un razonable interés por
la aplicación de justicia y que no
se encuentre comprometida en la defensa
de los intereses de unos delincuentes por
encima de los superiores derechos de la
sociedad y la humanidad en general.
Pero la extradición no ha sido el
arma que los colombianos de bien esperábamos
que fuera en la lucha contra los delitos
transnacionales y contra el narcotráfico
en particular. Esto se debió, en
primera instancia, a que estuvo prohibida
durante casi seis años, entre la
promulgación de la Constitución
de 1991 y la reforma constitucional de finales
de 1997. Durante ese periodo primaron los
intereses de la delincuencia organizada
sobre los de la mayoría de los ciudadanos
y el negocio del narcotráfico vivió
una de sus épocas doradas, gracias
a la intimidación y la infiltración
de los cárteles en la Asamblea Constitucional.
En ese tiempo la extradición no
operaba; hoy opera pero no funciona. Actualmente,
las organizaciones criminales mantienen
su poder de intimidación e infiltración
en las tres ramas del poder público
y los actores ilegales del conflicto armado
guerrillas y autodefensas tienen
una activa y muy rentable participación
en la producción y la comercialización
de cocaína y heroína.
Las razones fundamentales por las cuales
la extradición no ha funcionado como
debía han sido las fallas estructurales
de las leyes que la han regido y la falta
de voluntad y decisión política
para modificarlas y aplicarlas bien.
La aplicación que da Colombia a
los tratados de extradición sigue
siendo en la práctica
unilateral, inequitativa e inútil,
si lo que se pretende es buscar, capturar
y condenar a todos los implicados en delitos
transnacionales. Unilateral porque, tal
como se está llevando a cabo la lucha
contra el narcotráfico, el lavado
de activos y los demás delitos conexos
con esa actividad, los únicos que
terminarán siempre en la cárcel
serán los colombianos. Inequitativa,
porque sólo se ataca la producción
y el envío masivo desde el país
productor, y no la distribución y
la venta al usuario final. E inútil,
porque mientras exista el consumo es
decir, la demanda necesariamente aparecerán
quienes la suplan la oferta.
A propósito, vale la pena recordar
que hace más de quince años,
en una de sus más brillantes intervenciones
al instalar uno de los periodos de
sesiones de Naciones Unidas, el entonces
presidente Virgilio Barco pronunció
una de las frases que mejor han descrito
la naturaleza del delito de narcotráfico:
"La única ley que no violan
los narcotraficantes es la ley de la oferta
y la demanda". Y si esa frase conserva
hoy su vigencia es porque de poco o nada
ha servido toda la lucha de estos años.
Por otra parte, la extradición se
utiliza mayoritariamente para responder
los requerimientos de autoridades judiciales
de Estados Unidos, un país en el
cual las leyes y los esfuerzos de las autoridades
están orientados a la captura, el
enjuiciamiento y la condena de 'un culpable',
y no necesariamente de "el culpable"
del delito; especialmente cuando se trata
de extranjeros y miembros de minorías
étnicas, como son los negros y los
hispanos. Un país en el cual los
resultados de la lucha contra el crimen
se miden por la cantidad y no por
la calidad de los procesos judiciales
y las penas resultantes.
De esta manera, la justicia estadounidense
se enfrenta hoy a una aberrante realidad:
la de ser completamente negociable. Infortunadamente,
a partir de la Constitución de 1991
y las leyes que la desarrollaron, la colombiana
también.
En Estados Unidos viven hoy libres de toda
culpa decenas de narcotraficantes, colombianos
y de otros países, que se acogieron
al programa de protección de testigos
y obtuvieron inmensas rebajas en sus penas
de cárcel, a base de delatar, no
propiamente a sus jefes o a sus grandes
competidores, sino a delincuentes de menor
importancia o, en el peor de los casos,
por involucrar a personas absolutamente
inocentes. Con esto se aseguraron la posibilidad
de disfrutar en el mismo país
que los había requerido sus
enormes fortunas mal habidas, sin pagar
penas adecuadas y proporcionales al daño
que le causaron a esa sociedad.
De igual manera, actualmente en Colombia
pagan mayores penas de cárcel las
'mulas' y los ladrones de poca monta que
quienes conformaron las más poderosas
y tenebrosas organizaciones del crimen en
la historia del país y los corruptos
responsables de los peores casos de saqueo
al erario público; todo esto gracias
a la incapacidad de los administradores
de justicia y a recursos legales como la
disminución de penas por colaboración
con la justicia y el acogimiento a la sentencia
previa, que no son otra cosa que una vil
forma de negociación de las reparaciones
a las que toda sociedad tiene derecho.
La semana pasada fue denunciado públicamente
por Salud Hernández-Mora, columnista
de El Tiempo, el caso de Fermín Ovalle,
un respetable médico guajiro, a quien
las autoridades colombianas tienen en prisión
desde hace ocho meses, en acatamiento de
la solicitud de extradición que contra
él expidió una corte estadounidense,
con base en las acusaciones de un supuesto
testigo que 'colaboró' con las autoridades
de ese país en la lucha contra el
narcotráfico. Tal colaboración
se reduce a un incoherente relato de sólo
veintitrés renglones en una hoja
de papel.
De acuerdo con todos los testimonios recogidos
en Villanueva, su tierra natal, y en Valledupar,
la ciudad donde ha vivido con su familia,
el Dr. Ovalle nunca se ha dedicado a actividades
distintas del ejercicio de su profesión
y la administración de los negocios
de ganadería que les heredó
su padre, y ha sido un importante y valioso
líder regional, pero la autoridad
judicial que lo requiere en Estados Unidos
lo califica como un 'reconocido narcotraficante
suramericano'. Una autoridad para la cual,
seguramente, Suramérica es una selva
llena de cultivos de cocaína que
empieza en México y es más
pequeña que Texas.
Bajo la legislación actual, el Dr.
Ovalle deberá esperar en la cárcel
de Cómbita el desarrollo del proceso
de su extradición, que nadie sabe
cuánto puede durar, y en el cual
la justicia colombiana en cabeza de
la sala penal de la Corte Suprema
sólo interviene para verificar que
él sí es la persona requerida,
que no se le va a juzgar dos veces por el
mismo delito, que no se le condenará
a cadena perpetua, que la 'prueba' que tiene
la corte estadounidense es la misma que
se requiere en Colombia y que el hecho del
que se le acusa es también un delito
en nuestro país. Mientras tanto,
este 'extraditable' sólo podrá
ver -por unos cuantos minutos- a su esposa
cada dos semanas y a sus dos pequeñas
hijas cada mes.
El gobierno nacional está absolutamente
comprometido en la lucha contra todo tipo
de delitos, entre ellos el terrorismo, la
corrupción y el narcotráfico.
Cuenta para ello con el apoyo de la inmensa
mayoría de los colombianos. Ha buscado
y conseguido ayudas importantes de la comunidad
internacional, especialmente de Estados
Unidos. Pero para mostrar resultados que
comprueben el cumplimiento de sus promesas
y compensen la ayuda exterior no puede permitir
que se cometan injusticias como la del Dr.
Ovalle y otros 'extraditables' inocentes.
No es suficiente con enviarlos a juicio
en una corte estadounidense, con la ingenua
confianza en que tendrán un proceso
justo y que, de ser inocentes, saldrán
libres. Ya se sabe de la incapacidad de
las autoridades de ese país para
reconocer sus errores, la cual es inversamente
proporcional a su habilidad para fabricar
pruebas que les permitan encubrirlos. En
el mejor de los casos, si son encontrados
inocentes, ¿quién les devolverá
a los acusados las oportunidades y el tiempo
perdidos, y con qué les compensarán
el dolor que sufrieron ellos y sus familias?
Es indispensable evitar que se siga inculpando
a colombianos decentes y honorables en delitos
con los que nada tienen que ver, para que
ellos no sigan siendo 'bajas razonables'
en la 'guerra' contra el narcotráfico.
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