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Principal > Columnas > Inventario > Semana del 10 a 23 de noviembre de 2003

Las duras lecciones del doble proceso electoral.

Por: Jaime Eduardo Prieto Osorio.


Álvaro Uribe/Urna de votación

Tres semanas después del primer fin de semana electoral en la historia de nuestro país, en el cual los colombianos votamos el primer referendo constitucional y elegimos nuevos alcaldes, gobernadores, concejales, diputados y ediles, su desarrollo y sus resultados le han dejado a la democracia colombiana más motivos de frustración y preocupación que razones para celebrar.

Quedaron demostradas la falta de cultura política y la apatía de la mayoría de los colombianos para tomar parte en las grandes decisiones sobre el futuro de su país. Una abstención superior al 75% en la votación del referendo y cercana al 50% en la elección de alcaldes y gobernadores

haría enrojecer de vergüenza a cualquier ciudadano del común en un país civilizado y a toda la clase dirigente de una verdadera democracia.

Estas características del electorado colombiano favorecieron ampliamente los intereses de los abstencionistas opositores al Gobierno, quienes jugaron en el referendo con cartas marcadas desde 1991, cuando los integrantes de la Asamblea Constituyente establecieron en el 25% el umbral de participación electoral necesario para validar la votación de los referendos.

De acuerdo con estas reglas de juego, el Gobierno arrancó de cero su conquista del voto ciudadano mientras la oposición inició su campaña abstencionista contando con la enorme ventaja de un 50% de abstención histórica del electorado. Si a esto se le sumaba la novedosa aparición de la figura del referendo en el panorama electoral colombiano y la diversidad y complejidad de los temas consultados en éste, era previsible la mayor dificultad de su aprobación.

Es aquí donde aparece una de las más graves inconsistencias del muy peculiar sistema democrático colombiano: para que los ciudadanos elijan a quienes rigen los destinos del país, los departamentos y los municipios, se tiene en cuenta la mayoría simple de los votos depositados —sin importar en la práctica de dónde provengan ni cómo hayan sido conseguidos—, pero para reformar la constitución y las leyes es necesario contar con los votos de aquellos que nunca votan, bien sea por ignorancia política, pereza o falta de compromiso con el país, o porque abiertamente no creen en la democracia como sistema político.

La otra inconsistencia, tan grave o más aun que la anterior, es la falta de exactitud del censo electoral, en el cual aparecen millones de colombianos residentes en el exterior que no están registrados para votar, militares inhabilitados para hacerlo y una gran cantidad de ciudadanos muertos. Este último caso es el más aberrante de todos: si en la base de datos de la Registraduría figuran todavía Jaime Uribe Vélez, hermano del actual Presidente de la República, quien falleció hace dos años, y el presidente Virgilio Barco, muerto hace más de seis años, ¿cuantos cientos de miles de cédulas de ciudadanos fallecidos seguirán activas en el censo electoral?

Los colombianos no podemos seguir construyendo nuestra democracia sobre bases tan endebles. Necesitamos unas reglas de juego electorales modernas y coherentes, que nos permitan a los demócratas —quienes creemos en el voto como el mejor instrumento de manifestación política— reformar la Constitución, cambiar y mejorar las leyes y desarrollar nuestras instituciones con base en los deseos de la mayoría de los votantes: algo que con el híbrido actual no podemos hacer.

De mantenerse la norma del umbral de participación electoral es muy poco probable que algún día un referendo sea aprobado en nuestro país.

Es justo y necesario reconocer que, aunque este referendo era legítimo —por haber cumplido todos los requisitos constitucionales y legales antes de su presentación al constituyente primario—, tenía varios defectos que deben ser previstos y evitados cuando se convoca al pueblo para que decida si las propuestas que se le presentan se convierten en normas constitucionales: cubría demasiados temas, mezclaba de manera inconveniente asuntos políticos y económicos, y el texto era excesivamente extenso, árido, abstracto, oscuro y, por lo tanto, difícilmente comprensible para la inmensa mayoría de los ciudadanos.

Además, la campaña publicitaria y la estrategia de medios diseñada por los asesores del Gobierno fue excesiva: saturó de referendo el día a día de los colombianos y en muchos de ellos produjo un efecto contrario al buscado.

Está claro que un altísimo porcentaje de los colombianos habilitados para votar no conocen el valor del voto ni entienden la importancia de participar en los procesos electorales. Ésta es una consecuencia de la carencia de formación en valores cívicos y democráticos. Resulta ridículo y vergonzoso, por ejemplo, que en la Costa Atlántica vote más gente para escoger a una coterránea como ganadora de un "reality show" que para elegir a los alcaldes y gobernadores de su región o llevar a cabo las apremiantes reformas políticas contenidas en el referendo.

Esto demuestra una vez más que, como sucede con la población de los estratos sociales más bajos en la mayor parte del país, los costeños sólo votan cuando les obsequian dinero, una botella de ron o un plato de sancocho de bocachico. Como era de esperarse, los políticos corruptos no compraron votos por el referendo —en efectivo o especie—, por la sencilla razón de que las reformas políticas amenazaban su imperio de corrupción. Pero al día siguiente volvieron a las andadas: en muchos municipios y departamentos resultaron elegidos con votos comprados los candidatos apoyados por los mismos politiqueros y clientelistas de siempre.

Y, para acabar de completar el triste pero real panorama de nuestra democracia, tres semanas después de las elecciones todavía no se conocen los resultados definitivos. El Consejo Nacional Electoral no ha concluido los escrutinios, y en muchos municipios y varios departamentos no se conoce el nombre de los respectivos alcaldes y gobernadores. Tampoco se sabe si alguna de las preguntas del referendo alcanzó el umbral electoral.

Durante muchos años se ha dicho que en Colombia todo es grave pero nada es serio... Para muestra un botón: la actual crisis de nuestro sistema democrático; es tan grave que resulta poco serio que tantos dirigentes políticos, analistas y periodistas —quienes son los llamados a liderar y apoyar los cambios que el país necesita— se atrevan a cantar victoria y pretendan mantenernos anestesiados con cuentos tan gastados e inútiles como aquel de que la nuestra es la "segunda democracia más antigua de América" y el más reciente de que el fin de semana electoral fue un "triunfo de la democracia".

Los resultados demuestran exactamente lo contrario y, por muy duras que sean las lecciones que nos dan la historia y la democracia, todos estamos obligados a aprenderlas. O seguiremos condenados a repetirlas.

 
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