Este podría
ser el principio del fin de las actividades
armadas de una de las organizaciones más
sanguinarias y violentas que recuerde la historia
de Colombia. Con su ideario antiguerrillero
como telón de fondo, los grupos de
autodefensa han cometido todo tipo de crímenes
tanto selectivos como indiscriminados,
tan sangrientos como los de sus enemigos.
Cuentan en su haber con un largo y triste
prontuario de masacres y abusos contra la
población civil, que en poco o nada
se diferencian de aquellos que con similares
frecuencia y sevicia han ejecutado los integrantes
de las FARC y el ELN.
La aparición de los grupos paramilitares
se remonta a mediados de los años
ochenta, cuando, con el patrocinio o la
financiación directa de los principales
jefes del narcotráfico, se organizaron
frentes de oposición armada a las
actividades de la guerrilla, principalmente
en las más importantes zonas ganaderas
y mineras. Con la conformación de
estos grupos se pretendía prevenir
y evitar los secuestros, las extorsiones,
el abigeato y los saqueos, que eran las
principales actividades de los frentes guerrilleros.
Los millonarios aportes de los narcotraficantes
permitieron la compra del más sofisticado
armamento y la contratación de mercenarios
de varias nacionalidades para llevar a cabo
el entrenamiento militar. Esto dio un mayor
impulso al tráfico de armas hacia
nuestro país y alimentó el
caos y la descomposición social en
el campo y las cabeceras municipales de
las regiones históricamente golpeadas
por las organizaciones guerrilleras.
Con el paso del tiempo, y como resultado
de la falta de presencia del Estado en esas
regiones, los paramilitares empezaron a
sustituirlo, especialmente en el aspecto
militar, con el agravante de no tener límites
ni controles legales para sus actividades
antiguerrilleras.
El desarrollo de los grupos paramilitares
fue visto con buenos ojos por importantes
sectores de nuestra clase dirigente, muchos
ciudadanos y no pocos miembros de las Fuerzas
Armadas, pues su misma ilegalidad les permitía
atacar a los guerrilleros con armas y métodos
iguales o peores.
El abandono de vastos territorios por parte
del Estado, reflejado en la falta de presencia
social, política, económica
y militar, y en la ausencia de autoridades
legalmente constituidas que hicieran cumplir
la ley y defendieran a los ciudadanos de
los terroristas de las guerrillas, fue siempre
la explicación lógica aunque
no la justificación para la
aparición y el posterior crecimiento
de los grupos de autodefensa.
Pero tarde o temprano tanta permisividad
ante la peligrosa expansión de estas
agrupaciones haría peor el remedio
que la enfermedad: varios de los frentes
de las autodefensas dejaron de defender
a los campesinos para luchar por sus propios
intereses y los de sus ilegales patrocinadores.
Se convirtieron entonces en un reflejo de
lo que decían atacar, al dedicarse
a las mismas actividades de los grupos guerrilleros;
es decir, al narcotráfico, la extorsión,
el terrorismo y el despojo de tierras a
los campesinos para entregárselas
a los narcotraficantes.
Durante los últimos años,
figuras representativas de las autodefensas,
como Carlos Castaño y Salvatore Mancuso,
han buscado dar a sus organizaciones un
carácter más político
que paramilitar, con el fin de justificar
sus acciones ante las comunidades nacional
e internacional y evitar las persecuciones
y condenas por parte de éstas.
En el fondo, la estrategia de seguridad
democrática del gobierno de Álvaro
Uribe, que cada vez tiene efectos más
claros sobre el terrorismo, le resta gradualmente
sentido y razón de ser a la existencia
de las autodefensas. Esto es algo que parecen
haber entendido sus comandantes, y sin duda
es uno de los factores determinantes en
la decisión de buscar un proceso
de desmovilización, posterior desarme
y final disolución.
Pero éste no será un proceso
corto ni fácil. Son varios los bloques
y frentes de las autodefensas que todavía
no se muestran dispuestos a sumarse a los
esfuerzos de paz. Unos, porque prefieren
seguir dedicados a actividades tan rentables
como el narcotráfico; otros, porque
no creen haber culminado su misión
de desterrar a los guerrilleros de sus áreas
de influencia; y otros más, porque
consideran que al desmovilizarse pasarán
de las filas de una organización
ilegal, pero con un oficio y unos ingresos,
a las de la población civil, legal
pero sin empleo y con hambre.
Es por esto que se hace indispensable dedicarle
al proceso de desmovilización de
las autodefensas mucho trabajo y la mayor
seriedad. Es preciso diseñar para
ellas un programa de reinserción
similar al que se está llevando a
cabo con los desertores de los grupos guerrilleros.
Y lo más importante, en ningún
momento y por ningún motivo se puede
volver a abandonar a las regiones y los
ciudadanos que, aun en medio de su ilegalidad,
los paramilitares recuperaron de las garras
de la guerrilla.
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