Pocas cosas
ofenden más a los estadounidenses que
el ser señalados de practicar un "double
standard" en cualquier circunstancia.
Esta ofensa comparte los mismos niveles de
gravedad con la de ser llamados "liberales",
lo cual debería ser interpretado como
un elogio, a no ser por que la inmensa mayoría
de los estadounidenses y entre ellos
sus actuales dirigentes no alcanza a
comprender lo que significa ser liberal. No
entienden que quizás su más
grande ejemplo de liberalismo fue Thomas Jefferson,
uno de sus Padres de la Patria.
Por su parte, el rechazo a la acusación
de doble moral se debe a que los estadounidenses
nunca han reconocido que para juzgar a los
demás utilizan códigos de
ética y moral diferentes de los que
se aplican a sí mismos. Y esto suele
depender de los intereses generalmente
económicos que ponen en juego
en todas sus relaciones.
Una de las más agudas alusiones
al "double standard" practicado
por ese país fue acuñada hace
varias décadas por el escritor mexicano
Carlos Fuentes, al afirmar que "los
Estados Unidos son una democracia dentro
de su territorio y un imperio fuera de él".
Por esta razón acudieron a oscuras
razones de estado y seguridad nacional para
tolerar y, en muchos casos, apoyar los particulares
conceptos de democracia y respeto por los
derechos humanos que practicaron durante
décadas dictadores tan autocráticos,
corruptos y sanguinarios como Trujillo en
República Dominicana, Batista en
Cuba, Somoza en Nicaragua, Stroessner en
Paraguay, Pinochet en Chile y Noriega en
Panamá, para citar solamente los
casos de más ingrata recordación
en América Latina.
Los gobernantes de Estados Unidos fueron
siempre conscientes de los crímenes
y abusos cometidos por estos tiranos; sabían
que cada uno de ellos era un son of a
bitch, pero al fin y al cabo era "su"
son of a bitch quien estaba al frente
del poder en estos países.
A partir del final de la Guerra de Secesión
que desangró a lo que era la nación
estadounidense en la segunda mitad del siglo
XIX, todas las generaciones de gobernantes
de ese país han puesto en práctica
una de las lecciones que les dejó
el experimentar un conflicto interno: que
todas las guerras debían ser libradas
y ganadas fuera de su propio territorio.
Esta norma no escrita ha llegado hasta
nuestros días; es ella la que rige
las estrategias de lucha contra males como
el narcotráfico, el terrorismo y
las violaciones de los derechos humanos,
siempre por fuera de las fronteras de Estados
Unidos; especialmente porque están
convencidos o al menos así
lo dejan entrever en sus declaraciones y
actitudes de que estos delitos son
cometidos por extranjeros, y nunca "jamás,
sería inconcebible" por
ciudadanos estadounidenses.
Para adelantar todas estas campañas
contra los males que amenazan a la democracia,
otorgan ayudas multimillonarias a los países
que no cuentan con los recursos económicos,
logísticos y militares para luchar
a su lado. Pero está claro, y los
colombianos lo sabemos bien, que estas ayudas
no son gratuitas y desinteresadas; tarde
o temprano, Estados Unidos termina cobrándolas.
Esto es lo que sucedió la semana
pasada con el incidente desencadenado por
la decisión del gobierno colombiano
de no firmar el acuerdo bilateral que otorga
inmunidad a los ciudadanos estadounidenses
ante la Corte Penal Internacional. Aunque
Estados Unidos tiene todo el derecho de
manifestar sus reservas frente a la actual
y real solidez jurídica de esta nueva
institución internacional, debería
reconocer la inaplazable necesidad de su
existencia y apoyar los esfuerzos que los
demás países están
haciendo por darle la estructura y la fuerza
que requiere para juzgar los delitos que
se cometan en contra de la humanidad.
A pesar del apoyo que le ha brindado Colombia
en la lucha contra el terrorismo, del sacrificio
que los colombianos hemos hecho para evitar
que las drogas lleguen a territorio estadounidense
a suplir la inmensa demanda de sus adictos
y de los esfuerzos que hace el Gobierno
por preservar y hacer respetar los derechos
humanos en nuestro país, Estados
Unidos ha exigido la firma de este acuerdo
bilateral.
Por negarse a hacerlo, Colombia ha empezado
a sufrir las consecuencias, al quedar incluido
en el grupo de países a los que Estados
Unidos les suspendió la ayuda militar.
Sin duda éste es un síntoma
de la miopía con que los estadounidenses
manejan su política exterior: ¡le
suspenden la entrega de dinero, armas y
equipos a la nación que más
ha luchado y sigue luchando contra el tráfico
de las sustancias que están destruyendo
a la juventud de ese país!
En toda relación deben primar principios
de reciprocidad. Por lo tanto, es comprensible
que quien entrega un dinero espere recibir
a cambio una razonable contraprestación.
Lo que no es aceptable es que ese dinero
sirva de elemento de chantaje moral contra
quien lo recibe o, como lo dijo el presidente
Uribe, que esté sometido a "condicionamientos
mezquinos".
Y sería intolerable que Estados
Unidos, por el hecho de entregar estas ayudas,
se creyera con derecho a co-gobernar en
Colombia, y a pretender nombrar o remover
generales o determinar si se cumplen o incumplen
los tratados internacionales.
Durante este periodo de transición
en la Embajada de Estados Unidos en Bogotá,
a raíz del retiro de Anne Patterson
y la próxima posesión de William
Wood como nuevo embajador, sería
deseable hacer una revisión a fondo
sobre el manejo que le están dando
a los temas involucrados en las relaciones
de ese país con Colombia y, especialmente,
con los colombianos.
En las últimas dos semanas, varios
analistas han destacado y elogiado la labor
cumplida por la Sra. Patterson al frente
de esa misión diplomática.
Parece existir consenso en el reconocimiento
de importantes avances en asuntos comerciales
y militares. Pero durante su gestión
el trato brindado a los ciudadanos colombianos
por parte del Consulado no mejoró.
A cientos de colombianos ejemplares con
hojas de vida intachables padres e
hijos de familias honestas y decentes,
con su situación laboral definida
y estable, les fue negada la visa de turismo
y negocios B1/B2, a pesar de llenar todos
los requisitos exigidos.
Es inalienable el derecho que asiste a
todos los países para decidir de
manera libre y soberana quiénes pueden
ingresar a su territorio. Pero es injusto
que los funcionarios consulares de Estados
Unidos vean en cada uno de los colombianos
que solicitan visa a un narcotraficante,
un terrorista o un inmigrante ilegal en
potencia, cuando muchos de los solicitantes
sólo quiere llevar a sus hijos a
Disney World para que cumplan uno de sus
sueños infantiles, o visitar por
unos días a sus amigos y familiares,
o simplemente pasar unas merecidas vacaciones,
y nunca les ha pasado por la cabeza la idea
de quedarse ilegalmente en ese país.
Al negarles sin justa causa la visa a ciudadanos
honrados, lo único que consiguen
los cónsules encargados de revisar
las solicitudes y hacer las entrevistas
es generar sentimientos de frustración
y rechazo en contra de Estados Unidos. ¡Qué
paradoja! El mismo país en que se
inventaron y desarrollaron los conceptos
de mercadeo de imagen que hoy se imponen
en el mundo entero siembra odios y resentimientos
en todas partes, aun en los países
amigos.
Ésta es una muestra más de
torpeza o soberbia por parte
de las autoridades de inmigración
estadounidenses, que parecen no haber aprendido
absolutamente nada de sus errores del pasado.
Negarle la visa a un colombiano honesto
es tan absurdo y poco inteligente como extender
las visas de estudiantes a dos de los terroristas
suicidas que estrellaron los aviones contra
las torres del World Trade Center, ¡seis
meses después de ocurridos los atentados!
Esto ya sucedió, pero no tendría
porqué seguir sucediendo...
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