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Principal > Columnas > Inventario > Semana del 7 a 13 de julio de 2003

Bajo la presión del "Double standard".

Por: Jaime Eduardo Prieto Osorio.


Black Hawk/Álvaro Uribe/George W. Bush

El diccionario de America Online define "Double standard" como un conjunto de principios que se aplican de manera diferente, y usualmente más rigurosa, a un grupo de personas o situaciones que a otros. El ejemplo que utiliza esa fuente de consulta para ilustrar su definición es el código moral que establece patrones de comportamiento sexual más severos para las mujeres que para los hombres.

En nuestro gastado catálogo de frases de cajón, "double standard" significa simplemente "doble moral". Y esto es precisamente lo que practican los Estados Unidos en su relación con Colombia.

Pocas cosas ofenden más a los estadounidenses que el ser señalados de practicar un "double standard" en cualquier circunstancia. Esta ofensa comparte los mismos niveles de gravedad con la de ser llamados "liberales", lo cual debería ser interpretado como un elogio, a no ser por que la inmensa mayoría de los estadounidenses —y entre ellos sus actuales dirigentes— no alcanza a comprender lo que significa ser liberal. No entienden que quizás su más grande ejemplo de liberalismo fue Thomas Jefferson, uno de sus Padres de la Patria.

Por su parte, el rechazo a la acusación de doble moral se debe a que los estadounidenses nunca han reconocido que para juzgar a los demás utilizan códigos de ética y moral diferentes de los que se aplican a sí mismos. Y esto suele depender de los intereses —generalmente económicos— que ponen en juego en todas sus relaciones.

Una de las más agudas alusiones al "double standard" practicado por ese país fue acuñada hace varias décadas por el escritor mexicano Carlos Fuentes, al afirmar que "los Estados Unidos son una democracia dentro de su territorio y un imperio fuera de él".

Por esta razón acudieron a oscuras razones de estado y seguridad nacional para tolerar y, en muchos casos, apoyar los particulares conceptos de democracia y respeto por los derechos humanos que practicaron durante décadas dictadores tan autocráticos, corruptos y sanguinarios como Trujillo en República Dominicana, Batista en Cuba, Somoza en Nicaragua, Stroessner en Paraguay, Pinochet en Chile y Noriega en Panamá, para citar solamente los casos de más ingrata recordación en América Latina.

Los gobernantes de Estados Unidos fueron siempre conscientes de los crímenes y abusos cometidos por estos tiranos; sabían que cada uno de ellos era un son of a bitch, pero al fin y al cabo era "su" son of a bitch quien estaba al frente del poder en estos países.

A partir del final de la Guerra de Secesión que desangró a lo que era la nación estadounidense en la segunda mitad del siglo XIX, todas las generaciones de gobernantes de ese país han puesto en práctica una de las lecciones que les dejó el experimentar un conflicto interno: que todas las guerras debían ser libradas y ganadas fuera de su propio territorio.

Esta norma no escrita ha llegado hasta nuestros días; es ella la que rige las estrategias de lucha contra males como el narcotráfico, el terrorismo y las violaciones de los derechos humanos, siempre por fuera de las fronteras de Estados Unidos; especialmente porque están convencidos —o al menos así lo dejan entrever en sus declaraciones y actitudes— de que estos delitos son cometidos por extranjeros, y nunca —"jamás, sería inconcebible"— por ciudadanos estadounidenses.

Para adelantar todas estas campañas contra los males que amenazan a la democracia, otorgan ayudas multimillonarias a los países que no cuentan con los recursos económicos, logísticos y militares para luchar a su lado. Pero está claro, y los colombianos lo sabemos bien, que estas ayudas no son gratuitas y desinteresadas; tarde o temprano, Estados Unidos termina cobrándolas.

Esto es lo que sucedió la semana pasada con el incidente desencadenado por la decisión del gobierno colombiano de no firmar el acuerdo bilateral que otorga inmunidad a los ciudadanos estadounidenses ante la Corte Penal Internacional. Aunque Estados Unidos tiene todo el derecho de manifestar sus reservas frente a la actual y real solidez jurídica de esta nueva institución internacional, debería reconocer la inaplazable necesidad de su existencia y apoyar los esfuerzos que los demás países están haciendo por darle la estructura y la fuerza que requiere para juzgar los delitos que se cometan en contra de la humanidad.

A pesar del apoyo que le ha brindado Colombia en la lucha contra el terrorismo, del sacrificio que los colombianos hemos hecho para evitar que las drogas lleguen a territorio estadounidense a suplir la inmensa demanda de sus adictos y de los esfuerzos que hace el Gobierno por preservar y hacer respetar los derechos humanos en nuestro país, Estados Unidos ha exigido la firma de este acuerdo bilateral.

Por negarse a hacerlo, Colombia ha empezado a sufrir las consecuencias, al quedar incluido en el grupo de países a los que Estados Unidos les suspendió la ayuda militar. Sin duda éste es un síntoma de la miopía con que los estadounidenses manejan su política exterior: ¡le suspenden la entrega de dinero, armas y equipos a la nación que más ha luchado y sigue luchando contra el tráfico de las sustancias que están destruyendo a la juventud de ese país!

En toda relación deben primar principios de reciprocidad. Por lo tanto, es comprensible que quien entrega un dinero espere recibir a cambio una razonable contraprestación. Lo que no es aceptable es que ese dinero sirva de elemento de chantaje moral contra quien lo recibe o, como lo dijo el presidente Uribe, que esté sometido a "condicionamientos mezquinos".

Y sería intolerable que Estados Unidos, por el hecho de entregar estas ayudas, se creyera con derecho a co-gobernar en Colombia, y a pretender nombrar o remover generales o determinar si se cumplen o incumplen los tratados internacionales.

Durante este periodo de transición en la Embajada de Estados Unidos en Bogotá, a raíz del retiro de Anne Patterson y la próxima posesión de William Wood como nuevo embajador, sería deseable hacer una revisión a fondo sobre el manejo que le están dando a los temas involucrados en las relaciones de ese país con Colombia y, especialmente, con los colombianos.

En las últimas dos semanas, varios analistas han destacado y elogiado la labor cumplida por la Sra. Patterson al frente de esa misión diplomática. Parece existir consenso en el reconocimiento de importantes avances en asuntos comerciales y militares. Pero durante su gestión el trato brindado a los ciudadanos colombianos por parte del Consulado no mejoró.

A cientos de colombianos ejemplares con hojas de vida intachables —padres e hijos de familias honestas y decentes—, con su situación laboral definida y estable, les fue negada la visa de turismo y negocios B1/B2, a pesar de llenar todos los requisitos exigidos.

Es inalienable el derecho que asiste a todos los países para decidir de manera libre y soberana quiénes pueden ingresar a su territorio. Pero es injusto que los funcionarios consulares de Estados Unidos vean en cada uno de los colombianos que solicitan visa a un narcotraficante, un terrorista o un inmigrante ilegal en potencia, cuando muchos de los solicitantes sólo quiere llevar a sus hijos a Disney World para que cumplan uno de sus sueños infantiles, o visitar por unos días a sus amigos y familiares, o simplemente pasar unas merecidas vacaciones, y nunca les ha pasado por la cabeza la idea de quedarse ilegalmente en ese país.

Al negarles sin justa causa la visa a ciudadanos honrados, lo único que consiguen los cónsules encargados de revisar las solicitudes y hacer las entrevistas es generar sentimientos de frustración y rechazo en contra de Estados Unidos. ¡Qué paradoja! El mismo país en que se inventaron y desarrollaron los conceptos de mercadeo de imagen que hoy se imponen en el mundo entero siembra odios y resentimientos en todas partes, aun en los países amigos.

Ésta es una muestra más de torpeza —o soberbia— por parte de las autoridades de inmigración estadounidenses, que parecen no haber aprendido absolutamente nada de sus errores del pasado. Negarle la visa a un colombiano honesto es tan absurdo y poco inteligente como extender las visas de estudiantes a dos de los terroristas suicidas que estrellaron los aviones contra las torres del World Trade Center, ¡seis meses después de ocurridos los atentados!

Esto ya sucedió, pero no tendría porqué seguir sucediendo...

 
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