Si a algún colombiano sensato le quedaban
dudas, el atroz atentado con carro bomba contra
el Club El Nogal ha demostrado plenamente
en qué se convirtieron los grupos armados
ilegales que operan en nuestro país.
Son bandas terroristas tan sanguinarias como
las peores que recuerda la historia de la
humanidad: asesinan cobardemente, a mansalva
y sobre seguro, a niños, mujeres y
hombres inocentes e indefensos, destruyen
familias, mutilan y traumatizan para siempre
a los sobrevivientes.
Ninguna persona decente que viva en la
Colombia de hoy tiene derecho a dar la espalda
y mirar hacia otro lado como si este ataque
terrorista no le afectara ni tuviera que
ver con ella, porque todos tenemos hijos,
padres, hermanos y amigos representados
en esta tragedia nacional.
En El Nogal perdieron al mismo tiempo sus
vidas la humilde aseadora, el mesero amable
y servicial, el pujante empresario, el ejecutivo
joven y ¡seis niños! Ante este
desolador panorama, ¿qué importancia
pueden tener los estratos sociales? La polarización
de nuestra sociedad no puede justificar
las muertes de unos u otros.
Por unas horas, en medio de la tragedia
se conformó, de la manera más
espontánea y humana imaginable, una
sociedad en miniatura basada en la solidaridad,
en la que los socios y empleados del club
se unieron para ayudarse mutuamente a salir
del edificio en llamas, pues lo que estaba
en juego era la vida de todos.
No es necesario buscar con lupa a los autores
de esta brutal acción: es claro que
las FARC son el único grupo que cuenta
con el poder económico, logístico
y militar para llevar a cabo un ataque de
esta magnitud, con el claro apoyo de los
narcotraficantes, sus principales socios
y patrocinadores.
Debemos tener claro que el terrorismo narcoguerrillero
se ha trasladado del campo y los pueblos
a las grandes ciudades. Bogotá es
un objetivo claro de los ataques terroristas
que hoy forman parte de la principal quizás
única estrategia armada de
las FARC.
Identificados los verdaderos enemigos de
Colombia, ya no es difícil encontrar
las palabras adecuadas para describirlos.
Todos los calificativos caben: cobardes,
miserables, salvajes, dementes, etc. Sus
acciones, llenas de sevicia y desprecio
por la vida, los pintan de cuerpo entero.
Han alcanzado un nivel de salvajismo tan
despreciable, han cometido tantos crímenes
de lesa humanidad y han renunciado tan radicalmente
a formar parte de la sociedad, que no merecen
consideración alguna en su persecución,
su derrota y su castigo.
Los ciudadanos de bien, que somos la inmensa
mayoría de los colombianos, debemos
tomar partido y apoyar al presidente Uribe,
a la Policía Nacional y a las Fuerzas
Militares en la lucha contra el terrorismo.
Debemos asumir, de una vez por todas, nuestra
responsabilidad en la construcción
de la seguridad democrática.
No podemos seguir ajenos a nuestra realidad,
sintiendo y pensando que está tan
lejos como Arauca, Caquetá o el oriente
de Antioquia. Ahora está en las calles
de nuestras ciudades, en los sitios de juegos
de nuestros hijos y en los lugares en que
hacemos deporte o nos reunimos a conversar
con los amigos.
Tenemos que dejar atrás la excesiva
tolerancia y la negligencia cómplice,
que como pesados lastres han impedido que
nos libremos de la delincuencia para avanzar
hacia el desarrollo y el progreso.
La clase dirigente colombiana está
obligada a asumir su compromiso con la patria
y a seguir el ejemplo de las directivas
del Club El Nogal, que con inmenso valor
civil han decidido reconstruir su sede y
seguir pagando los salarios a sus empleados
durante el tiempo que dure la obra, y de
los socios, que han acordado continuar aportando
las cuotas mensuales de sostenimiento del
club, a pesar de no poder disfrutar de sus
servicios.
Ahora, cuando conocemos claramente las
intenciones de los terroristas, no podemos
dejarnos amedrentar. Debemos evitar a toda
costa que logren sus objetivos desestabilizadores
y que confundan nuestra visión de
la realidad: son ellos, y no el Gobierno
y las autoridades legítimas, los
culpables de la situación actual
de nuestro país.
Es indispensable nuestro respaldo para
que el Gobierno pueda ejecutar su estrategia
de seguridad, por la que votó una
clara mayoría de colombianos. La
reacción del Estado en defensa de
los ciudadanos y en la búsqueda de
los culpables de todos los crímenes
atroces no puede hacerse esperar.
Éste no es el momento de proponer
diálogos y negociaciones. No con
quienes son capaces de atentar contra la
sociedad civil para presionar su aceptación.
No con aquellos cobardes que matan niños
en defensa de sus macabros negocios, pasando
por alto que con esos inocentes sacrifican
la parte más importante del futuro
de Colombia.
Los medios de comunicación deben
dejar de actuar como altavoces gratuitos
de los engañosos argumentos contenidos
en el discurso narcoguerrillero, y están
obligados a asumir un papel responsable
en la búsqueda de la verdad por encima
de la sintonía, para mostrar, con
equilibrio y sin sensacionalismo, la realidad
de nuestro país a los colombianos
y al mundo.
Y tanto la comunidad internacional como
las organizaciones no gubernamentales deben
decidir de una vez por todas cuál
será su posición en el futuro:
si por acción u omisión seguirán
brindando a los terroristas el espacio que
requieren para justificar con falsedades
sus acciones, o por fin dejarán su
silencio cómplice y su condición
de idiotas útiles para empezar a
defender los derechos de los buenos colombianos
a la vida, el trabajo y la paz.
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