Durante las
décadas anteriores, el caballito de
batalla de los malos gobernantes venezolanos
para calentar los ánimos en contra
de Colombia era el diferendo limítrofe
sobre las áreas marinas y submarinas
de ambas naciones.
Hoy, tanto Chávez con su habitual
verborrea como el siempre locuaz vicepresidente
José Vicente Rangel, su principal
vocero y escudero, atacan a las autoridades
colombianas con tono y frecuencia inusitados,
en respuesta a las cada vez más constantes
y creíbles acusaciones de diversos
sectores de nuestro país sobre las
estrechas relaciones que autoridades venezolanas
mantienen con los grupos guerrilleros, en
especial con las FARC, hasta el punto de
favorecer su huída desde el territorio
colombiano hacia el venezolano y brindarles
refugio mientras cesa la persecución
de las Fuerzas Armadas colombianas.
En lugar de desvirtuar los señalamientos
con pruebas y argumentos válidos,
los dirigentes del vecino país asumen
la actitud de los culpables y esgrimen acusaciones
de igual gravedad contra Colombia. Y pasan
fácilmente de locuaces a bocones.
Para hacer el trabajo sucio que su presidente
no se atreve a realizar, Rangel hace precisos
relevos con el canciller Roy Chaderton,
quien habla del tema durante dos semanas
para callar otras dos, en las cuales el
vicepresidente asume nuevamente el papel
beligerante. Es claro que sus intenciones
son las de unir al pueblo venezolano, dividido
como pocas veces en su historia, alrededor
de un gobierno cada vez menos legítimo,
y en contra de un país al que sólo
eufemísticamente llaman hermano.
En lugar de enfrascarse en desencadenar
mezquinas discusiones con la dirigencia
colombiana, el gobierno de Hugo Chávez
debería trabajar intensamente para
empezar a resolver los graves problemas
de la sociedad venezolana y para fortalecer
las relaciones comerciales con Colombia,
que se han visto gravemente afectadas por
sus arbitrariedades.
El pueblo venezolano debe seguir luchando
por recuperar su democracia, amenazada,
maltratada y golpeada por un presidente
que, si bien fue elegido por la vía
de las urnas, ha traicionado a sus electores
al conducir a Venezuela por un camino distinto
al prometido en su programa de gobierno,
y ahora pretende exportar hacia Colombia
su delirante revolución bolivariana.
Y los colombianos no debemos permanecer
impasibles ante estas agresiones como
lo somos con frecuencia frente a muchos
temas de gran trascendencia. Debemos
exigir de las autoridades venezolanas respeto
y consideración hacia un país
que, como el nuestro, nunca ha acudido al
vergonzoso expediente de utilizar a Venezuela
como blanco de odios y resentimientos para
tapar el sol de la corrupción y la
inequidad con el dedo del falso nacionalismo.
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